7.21.2010



Se cuenta desde hace poco más de 400 años que, cerca de la medianoche y siempre que florecen los azahares, aún crece un Árbol de hojas de plata; Árbol anciano, Árbol que muere.
Entre su follaje, resguardado por cientos de ramas delgadas, y secas, y verdes, y gruesas; resguardado por pequeñísimas manos de pequeñísimos seres celosos del secreto que les fue encomendado, crece el fruto que nos dio nombre.

El fruto que nos dio nombre crece en el corazón de un Árbol anciano, que muere; y está ahí desde que el Árbol mismo, viejo bodhi cansado, decidió echar raíces en el mismo sitio en el que dormimos cada noche.


Cada noche morimos un poco, toda vez que intentamos subir por el tronco y probar el fruto que nos dio nombre. La no-humanidad brota de los cortes que dejamos en el trayecto. Savia, la no-humanidad que nos atrae y cuya visión nos repele. Savia que nos traga, inmisericorde, nos arrebata suspiro y latido.


Ámbar somos. Muerte de ornato, y nuestra batalla perdida pendiendo del cuello de aquellos que, cada noche, reposan dormidos al pie de un antiguo Árbol, viejo Árbol que espera, pacientemente...

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